Estimada ginecóloga:
Mi nombre es Miriam Fernández, y soy “casi” paciente suya. No sé si me recordará con detalle, pero por si acaso voy a narrarle nuestro encuentro para ayudar a que su memoria se refresque. Soy castaña, bajita, tengo veintinueve años y hace unos días fui a su consulta con motivo de la revisión y citología anual. Igual con estos datos es complicado ponerme cara, ya que usted verá a muchas pacientes con características muy similares a lo largo del día, pero si le digo que utilizo andador para caminar, tal vez le sea mucho más sencillo ubicarme. Camino con ayuda debido a una parálisis cerebral provocada por una falta de oxígeno en el parto, pero debo decirle que soy una chica de lo más independiente: vivo sola desde hace años, trabajo sin parar, y este año además me saqué el carnet de conducir, algo que me costó lo suyo pero que logré a base de esfuerzo, perseverancia y la firme creencia de que, si no puedo hacer una cosa de la misma forma que el resto, busco otras, pero no me rindo a la primera de cambio. Es necesario que sepa estas pinceladas sobre mí, en seguida comprenderá el por qué.
Acudí a mi médico de cabecera en el centro de salud de Colmenar Viejo porque desde hace unos meses siento que algo dentro de mí no marcha bien, y como toda mujer, me preocupo por mi intimidad y procuro ser rigurosa con las revisiones. Tardaron mucho tiempo en darme una cita con usted, pero por fin llegó el día, un día que significaba mucho para mí, no solo porque de una vez por todas iba a poder salir de dudas con respecto a mi salud, sino también porque al disponer de coche propio, era la primera vez que podría hacerme cargo yo misma de mis asuntos (demasiado privados en este caso) sin necesitar que nadie entrara conmigo a la consulta y tuviera que enterarse de todo y presenciar cómo me subía y me bajaba la ropa interior.
Nada más entrar a la consulta llevaba puesta la sonrisa que me caracteriza, pero se me quitó de un plumazo a causa de la reacción que usted y su ayudante tuvieron al verme, dudosas y con miedo. En cuanto le indiqué lo que había venido a hacer, su primera respuesta fue que no sabía si sería capaz de subir al potro, y mucho menos de si podría abrir las piernas como debe ser para poder realizar la prueba correspondiente. “Vete a La Paz, que allí te atenderán”. Reconozco que en ese momento me sentí bloqueada, pero como ya le he dicho anteriormente, estaba segura de que juntas podríamos encontrar la manera de llevarlo a cabo sin complicaciones, (buscar cómo, pero no rendirse a la primera de cambio), sobre todo porque ya me he hecho más revisiones y sé que se puede, y además teniendo en cuenta que su ayudante, en vez de mirar quieta y callada, podía sujetarme una pierna mientras usted me inspeccionaba, así que le dije que sí, que iba a subirme y que no podía esperar más.
Lo intenté mientras miraba cómo su ayudante asistía a la escena sin colaboración, y de nuevo, un: ¡no, no, no, vete a La Paz que allí tienen un potro adaptado!”. Bloqueada, indefensa y sin saber qué hacer, me bajé del potro al que tanto me había costado subir con la única alternativa de pedir cita en un hospital situado a media hora de mi casa y donde me es muy complicado ir sola. Y para más inri, aceptando otro mes más de espera hasta que alguien pudiera decirme lo que me ocurre.
In situ no supe reaccionar y acepté sus indicaciones, llena de resignación. En cuanto llegué a casa pude analizar lo que su comportamiento me hizo sentir, y créame, no se lo recomiendo a ninguna mujer: lo primero, impotencia, porque vale que la vida no está del todo adaptada a las personas con discapacidad y que haya que tener paciencia, pero me parece vergonzoso que en pleno siglo XXI una no pueda acudir a su ginecólogo como cualquier otra persona solo porque “no esté adaptado”, ya que estamos hablando de una necesidad básica, de salud.
Así que lo primero que me gustaría reclamar a través de esta carta, es la falta de potros adaptados en los centros médicos, porque TODA MUJER, sin excepciones, tiene derecho a cuidar por sí misma de su intimidad sin espectadores ajenos que tengan que venir a sujetar piernas. Pero lo que me parece más frustrante aún es que se me niegue la atención médica sin haber hecho todo lo posible antes de decir “no”, y se me envíe a otro hospital que no me corresponde teniendo éste a dos minutos de mi casa, solo porque es mucho más sencillo guardarse las espaldas.
Estoy segura de que usted es una buena profesional, eso no lo pongo en duda, pero siento la necesidad de hacerle saber que, si no se hubiera dejado llevar por el miedo y hubiera dedicado unos minutos de su tiempo a encontrar soluciones y recursos humanos, (su ayudante, enfermeras, auxiliares que sustituyeran a mi hermana, la persona que siempre ha venido conmigo a estas cosas cuando era más pequeña) le aseguro que las habríamos encontrado y yo no seguiría preocupada a día de hoy por unos resultados que están tardando en llegar.
Como conclusión, el segundo motivo principal por el que me he decidido a escribir esta queja, es por mis dos ovarios, literalmente, porque no quiero que ninguna otra mujer adulta con discapacidad tenga que pasar por esto, y para ya de paso, avisarle de que no iré a La Paz, sino que volveré a su consulta de nuevo, porque confío en que esta vez tendrá la amabilidad de atenderme y comprenderá que la falta de medios puede suplirse con ayuda de los demás, buena predisposición y trabajo en equipo.
Un cordial saludo,
Miriam